Opinión y debate.
Denise Dresser Guerra*
"Derechos humanos en México. La larga marcha... ¿hacia dónde?"
Hoy, día en que se conmemora a los derechos humanos y a quienes los defienden, quisiera reflexionar sobre imágenes recientes de la patria. Guillermo Ortiz Mayagoitia riéndose al rendir el fallo de la Suprema Corte sobre el caso de Lydia Cacho; Mario Marín en una reunión reciente de la Comisión Nacional de Gobernadores (Conago), sonriendo mientras platica con sus contrapartes; Ulises Ruiz de la mano de su esposa, paseando por un hotel de lujo en la playa; Emilio Gamboa sentado en la Cámara de Diputados, negociando las reformas a la medida del priísmo desde allí. Personajes impunes, progenitores de la desconfianza, númenes de la impunidad, patrones de la trampa, emblemas de la nación, íconos de la República. Protagonistas prominentes del país donde no pasa nada.
Donde hay muchos escándalos pero pocas sanciones; donde proliferan las fotografías sugerentes pero no las investigaciones contundentes; donde siempre hay violadores de derechos humanos señalados pero pocas veces encarcelados; donde todo esto es normal. Los errores, los escándalos y las fallas y las violaciones no son indicio de catástrofe sino de continuidad. La pederastia protegida por un gobernador o las negociaciones turbias entre un senador y un empresario no son motivo de alarma, sino de chisme o la claudicación de la Suprema Corte. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir. La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales es lo acostumbrado, tolerado, aceptado.
Como si nadie hubiera oído a Emilio Gamboa decirle a Kamel Nacif sobre una iniciativa que perjudicaba sus intereses: “Va pa’ tras papá; esa chingadera no pasa en el Senado”. Como si nadie hubiera escuchado las conversaciones grabadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. Como si la Suprema Corte no estuviera encargada de las garantías individuales y los derechos humanos. Y eso es precisamente lo que ocurre: primero el escándalo y después el arrumbamiento. Primero el ultraje y después el abandono.
El olvido de aquel desplegado titulado “Había una vez un pederasta que estaba protegido por sus muy poderosos amigos” publicado por los cineastas Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu. Y convocadas por ellos, miles de firmas más denunciando, condenando, exigiendo, pidiéndole a la Suprema Corte de Justicia que defendiera las garantías individuales y los derechos humanos de una ciudadana –Lydia Cacho– cuando tantas otras instituciones de gobierno han rehusado hacerlo. Exhortando a diez ministros a que revelaran una verdad muy simple que por ello enfrenta las mayores resistencias: México es un país de pederastas y de políticos que los encubren. México es un país donde las redes de pedófilos encuentran autoridades que las esconden. México es un lugar en el cual los ciudadanos tienen que pelear para que su gobierno los reconozca como seres humanos.
Seres humanos como una periodista –defensora de los derechos humanos como los que honramos hoy– que ha desplegado día tras día la dignidad de la indignación; que en lugar de resignarse ante la realidad de la pornografía infantil, decide exponerla en el libro Los demonios del edén. Una crónica desgarradora de lo que ocurre detrás de las puertas cerradas, en sitios como el condominio Sol y Mar en Cancún, con la complicidad de gobiernos locales y la protección de políticos federales. Niñas violadas y niños acosados. Una chiquilla de cuatro años obligada a tener relaciones sexuales con su hermano mientras Jean Succar Kuri graba aquello que les ha obligado a hacer. Menores de edad vendidos por sus padres y comprados por pederastas. El llanto, el dolor, la culpa y la impotencia que todo esto provoca. Allí, retratado en 206 páginas cuya lectura devela lo que muchos quisieran negar y muchos harían cualquier cosa por ocultar.
Allí, desnudada por Lydia Cacho, la explotación comercial del sexo con la anuencia de la clase política. Las 16 menciones en su libro a Emilio Gamboa Patrón, hoy coordinador parlamentario del Partido Revolucionario Institucional (pri) en la Cámara de Diputados. Las 27 menciones a Miguel Ángel Yunes, actual director del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (issste). Un pederasta rodeado de amigos influyentes como el llamado “Rey de la Mezclilla” –Kamel Nacif– con 23 menciones en el índice onomástico de una obra que lo coloca de espalda contra la pared. El que le habla a su amigo, el gobernador de Puebla, para que lo ayude; el que compra a las autoridades en Cancún para que lo apoyen; el responsable del “secuestro legal” a Lydia Cacho y su traslado desde Quintana Roo hasta Puebla; el que la tilda-de loca por no quedarse callada; el que se refiere a los periodistas como “hijos de la chingada” o “perros”; el que afirma estar cansado de las “asquerosidades” de Lydia Cacho, quien tan sólo ha aireado las del textilero.
Miembros todos ellos del séquito de los intocables, quienes aplastan a las personas y las postran, piensan que han adquirido el derecho a hacerlo a perpertuidad. Porque el Congreso de Puebla está controlado por Mario Marín y jamás iniciaría un juicio político en su contra; porque el pri insiste –hasta la fecha– en apoyar al gobernador acusado, aunque las pruebas recabadas subrayan su culpabilidad. Porque personas como Beatriz Paredes minimizan lo ocurrido y se refieren al comportamiento condenable del góber maloso como un “lamentable error”; porque después de condenar a Marín en su campaña presidencial, ahora Felipe Calderón ha procurado tomarse una foto con él; porque los policías, los jueces y los procuradores a lo largo del país rutinariamente violan los derechos humanos de los ciudadanos sin el menor reparo o el menor rubor, y porque no es fácil reunir la fuerza necesaria para acusar a los hombres ricos e influyentes. Esos que perciben al país como su feudo particular y lo tratan como tal. Esos demonios sueltos por el edén con sus dos botellas de cognac en la mano.
Y ¿qué decir ante su supervivencia? Que hay golpes en la vida, tan fuertes. Golpes como del odio de Dios, escribía César Vallejo; golpes como los que seis Ministros de la Suprema Corte acaban de propinarle al país. Heridas como la que el máximo tribunal acaba de infligirse a sí mismo al declarar que las violaciones a las garantías individuales de Lydia Cacho fueron inexistentes o poco graves; al sugerir que la última instancia a la que un ciudadano puede recurrir no funciona para él o para ella; al transformar el sufrimiento de niños y niñas víctimas de la pederastia en una anécdota más; al convertir su veredicto en confabulario de gobiernos corruptos, empresarios inmorales, criminales organizados. Y así como un agente judicial le dijo a Lydia Cacho durante su “secuestro legal”: “Qué derechos ni qué chingados”; la Suprema Corte acaba de decirle lo mismo a los habitantes del país. Ustedes y yo, desamparados por quienes deberían proteger nuestros derechos, pero han decidido que no les corresponde velar por ellos.
Sablazo que producen los seis magistrados que se vanaglorian de empatía y sensibilidad, pero en sus argumentos públicos no la demuestran. Ingenuos o cínicos cuando sugieren que su resolución no deriva en impunidad y que “otras instituciones” podría investigar el caso, a sabiendas de que llegó a sus recintos precisamente porque eso jamás iba a ocurrir. Contradictorios o deshonestos cuando desechan el caso, argumentando que la grabación telefónica entre Kamel Nacif y Mario Marín no tiene valor probatorio alguno, e ignoran la investigación exhaustiva de 1 251 páginas que confirma su contenido. Insensibles o autistas cuando optan por descartar los 377 expedientes relacionados con delitos sexuales cometidos contra menores. Cómplices involuntarios o activos cuando afirman actuar en función del “interés superior” y éste resulta coincidir con los intereses del gobernador y sus amigos. Representantes del peor tipo de paternalismo cuando declaran –en un comunicado lamentable– que sus sofisticadas decisiones no resultan de “fácil comprensión” para grupos muy numerosos de la sociedad.
Seis ministros acaban de destruir la magnífica ilusión –alimentada por su actuación ante la Ley Televisa– de que la Corte opera en un plano moral superior a la mayoría de los mexicanos y se aboca a defenderlos. ¿Cómo creer que han puesto “lo mejor de sí mismos para servir correctamente al país”?, si allí están las carcajadas del Ministro Ortiz Mayagoitia; las descalificaciones del Ministro Aguirre; los vaivenes argumentativos de Olga Sánchez Cordero; la relativización de la tortura avalada por Mariano Azuela porque el caso de Lydia Cacho no fue “excepcional” o “extraordinario”; el consenso de todos ellos en cuanto a que quizás hubo violaciones pero fueron menores, no graves, resarcibles, quizás indebidas pero no meritorias de la atención de la Corte. O como lo preguntó el Ministro Aguirre: “Si a miles de personas las torturan en este país ¿de qué se queja la señora?, ¿qué la hace diferente o más importante para distraer a la Corte-en un caso individual?”
Quizás sólo quede demostrada alguna vez la violación de garantías individuales en México cuando a la esposa de algún Ministro la trasladen sin el debido due process durante 23 horas de un estado a otro. Cuando a la madre de algún juez le digan que sólo le darán de comer si le hace sexo oral a los agentes judiciales que la han secuestrado. Cuando a la hermana de algún magistrado importante le metan una pistola a la boca y le susurren al oído “tan buena y tan pendeja; pa’ que te metes con el jefe... va a acabar contigo”. Cuando alguno de ellos –lamentablemente– sea víctima de un sistema judicial podrido y no antes. Sólo así.
Y bueno, la Suprema Corte se pega a sí misma, pero el peor golpe se lo da al país al demostrar cuán lejos está de ser un garante agresivo e independiente de los derechos constitucionales. ¡Cuán lejos se encuentra de entender el maltrato sistemático de millones de mexicanos vejados por el sistema judicial y aplastados por las alianzas inconfesables del sistema político! Así como Kamel Nacif llama “pinche vieja” a Lydia Cacho, la mayoría de la Suprema Corte acaba de llamarnos “pinches ciudadanos” a ustedes y a mi. Acaba de mandar el mensaje de que no la molestemos con asuntos tan poco importantes como la defensa de los derechos humanos, porque está demasiado ocupada validando los intereses de empresarios poderosos y sus aliados en otras ramas del gobierno.
Porque en este país –el país donde no pasa nada– no importa la protección de los derechos humanos irrestrictos sino la coyuntura política; la correlación de fuerzas en el Congreso; el calendario electoral; las negociaciones entre los partidos y sus objetivos de corto plazo; la relación entre el presidente y la oposición que busca acorralarlo; las conveniencias coyunturales de los actores involucrados. En un contexto así, la defensa de los derechos humanos se vuelve una variable dependiente, residual. No es un fin en sí mismo que se persigue en aras de fortalecer la democracia, sino una moneda de cambio usada por quienes no tienen empacho en corroerla. Hay demasiados intereses en juego, demasiados negocios qué cuidar, demasiados cotos que proteger.
Pero siempre se nos dice que ahora sí, la impunidad terminará; que en este sexenio, la Secretaría de la Función Pública –de verdad– actuará; que en el gobierno del “México ganador” –de verdad– los juicios políticos ocurrirán. Todos los esfuerzos se encaminan en esa dirección, afirman los vendedores de la inmunidad gubernamental. El gobierno de la República trabaja para ti –anuncian– mientras parece hacerlo siempre para ellos, los-mismos de siempre. Los López Portillo o los Salinas o los Cabal Peniche o los Madrazo o los Montiel o los Marín o los Ruiz o los Gamboa o los Kamel Nacif. Desde hace décadas, el gobierno como la explotación organizada, como la depredación institucionalizada. Así se vive la política en México. Así la aceptan sus habitantes. Así se vuelven cómplices de ella. Mexicanos convertidos en comparsas de una clase política que “sigue sirviéndose a sí misma”.
Emerson escribió que las instituciones son la sombra alargada de un solo hombre. De ser así, las instituciones confabuladas de México son el reflejo de sus habitantes; de aquellos estacionados cómodamente en el viejo orden de las cosas. Ciudadanos complacientes que contemplan a los violadores de derechos humanos, pero no está dispuestos a pelear para consignarlos. Ciudadanos imaginarios, atraídos por las imágenes de la Patria ennegrecida pero que no levantan un dedo para limpiarla. O exigir que quienes la gobiernan tengan un mínimo de decencia. O gritar que los mexicanos se merecen más que Mario Marín o sus facsimiliares a lo largo del país. Algo como lo que hizo Lydia Cacho cuando alzó la voz y comenzó a contagiar la valentía que siempre carga dentro. Nadie puede enorgullecerse del país que produjo su caso y –hasta la fecha– intenta ofuscarlo. El país de no pasa nada.
Quizás por ello en el libro Crónica de una infamia, Lydia Cacho escribe: “Mi país me da pena. Lloro por mí y por quienes tienen poder para cambiarlo pero eligen perpetuar el statu quo”. Y lloramos con Lydia –pero rehusamos rendirnos aunque seis magistrados de la Corte lo hayan hecho. Porque tiene razón: México es más que un puñado de gobernantes corruptos, de empresarios inmorales, de criminales organizados, de jueces autistas. México es el país de quienes luchan terca e incansablemente por devolverle un pedacito de su dignidad. Y aunque las instituciones mexicanas se rehúsen a asumir el papel que le corresponde ante esta causa común, hay muchos ciudadanos y defensores de los derechos humanos que comparten la convicción –junto con el ministro Juan Silva Meza– “de que en un Estado constitucional y democrático, la impunidad no tiene cabida”. A ellos aplaudimos hoy.
* Consejera de la CDHDF. Discurso pronunciado por la autora en la Conmemoración del Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 20
Hoy, día en que se conmemora a los derechos humanos y a quienes los defienden, quisiera reflexionar sobre imágenes recientes de la patria. Guillermo Ortiz Mayagoitia riéndose al rendir el fallo de la Suprema Corte sobre el caso de Lydia Cacho; Mario Marín en una reunión reciente de la Comisión Nacional de Gobernadores (Conago), sonriendo mientras platica con sus contrapartes; Ulises Ruiz de la mano de su esposa, paseando por un hotel de lujo en la playa; Emilio Gamboa sentado en la Cámara de Diputados, negociando las reformas a la medida del priísmo desde allí. Personajes impunes, progenitores de la desconfianza, númenes de la impunidad, patrones de la trampa, emblemas de la nación, íconos de la República. Protagonistas prominentes del país donde no pasa nada.
Donde hay muchos escándalos pero pocas sanciones; donde proliferan las fotografías sugerentes pero no las investigaciones contundentes; donde siempre hay violadores de derechos humanos señalados pero pocas veces encarcelados; donde todo esto es normal. Los errores, los escándalos y las fallas y las violaciones no son indicio de catástrofe sino de continuidad. La pederastia protegida por un gobernador o las negociaciones turbias entre un senador y un empresario no son motivo de alarma, sino de chisme o la claudicación de la Suprema Corte. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir. La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales es lo acostumbrado, tolerado, aceptado.
Como si nadie hubiera oído a Emilio Gamboa decirle a Kamel Nacif sobre una iniciativa que perjudicaba sus intereses: “Va pa’ tras papá; esa chingadera no pasa en el Senado”. Como si nadie hubiera escuchado las conversaciones grabadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. Como si la Suprema Corte no estuviera encargada de las garantías individuales y los derechos humanos. Y eso es precisamente lo que ocurre: primero el escándalo y después el arrumbamiento. Primero el ultraje y después el abandono.
El olvido de aquel desplegado titulado “Había una vez un pederasta que estaba protegido por sus muy poderosos amigos” publicado por los cineastas Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu. Y convocadas por ellos, miles de firmas más denunciando, condenando, exigiendo, pidiéndole a la Suprema Corte de Justicia que defendiera las garantías individuales y los derechos humanos de una ciudadana –Lydia Cacho– cuando tantas otras instituciones de gobierno han rehusado hacerlo. Exhortando a diez ministros a que revelaran una verdad muy simple que por ello enfrenta las mayores resistencias: México es un país de pederastas y de políticos que los encubren. México es un país donde las redes de pedófilos encuentran autoridades que las esconden. México es un lugar en el cual los ciudadanos tienen que pelear para que su gobierno los reconozca como seres humanos.
Seres humanos como una periodista –defensora de los derechos humanos como los que honramos hoy– que ha desplegado día tras día la dignidad de la indignación; que en lugar de resignarse ante la realidad de la pornografía infantil, decide exponerla en el libro Los demonios del edén. Una crónica desgarradora de lo que ocurre detrás de las puertas cerradas, en sitios como el condominio Sol y Mar en Cancún, con la complicidad de gobiernos locales y la protección de políticos federales. Niñas violadas y niños acosados. Una chiquilla de cuatro años obligada a tener relaciones sexuales con su hermano mientras Jean Succar Kuri graba aquello que les ha obligado a hacer. Menores de edad vendidos por sus padres y comprados por pederastas. El llanto, el dolor, la culpa y la impotencia que todo esto provoca. Allí, retratado en 206 páginas cuya lectura devela lo que muchos quisieran negar y muchos harían cualquier cosa por ocultar.
Allí, desnudada por Lydia Cacho, la explotación comercial del sexo con la anuencia de la clase política. Las 16 menciones en su libro a Emilio Gamboa Patrón, hoy coordinador parlamentario del Partido Revolucionario Institucional (pri) en la Cámara de Diputados. Las 27 menciones a Miguel Ángel Yunes, actual director del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (issste). Un pederasta rodeado de amigos influyentes como el llamado “Rey de la Mezclilla” –Kamel Nacif– con 23 menciones en el índice onomástico de una obra que lo coloca de espalda contra la pared. El que le habla a su amigo, el gobernador de Puebla, para que lo ayude; el que compra a las autoridades en Cancún para que lo apoyen; el responsable del “secuestro legal” a Lydia Cacho y su traslado desde Quintana Roo hasta Puebla; el que la tilda-de loca por no quedarse callada; el que se refiere a los periodistas como “hijos de la chingada” o “perros”; el que afirma estar cansado de las “asquerosidades” de Lydia Cacho, quien tan sólo ha aireado las del textilero.
Miembros todos ellos del séquito de los intocables, quienes aplastan a las personas y las postran, piensan que han adquirido el derecho a hacerlo a perpertuidad. Porque el Congreso de Puebla está controlado por Mario Marín y jamás iniciaría un juicio político en su contra; porque el pri insiste –hasta la fecha– en apoyar al gobernador acusado, aunque las pruebas recabadas subrayan su culpabilidad. Porque personas como Beatriz Paredes minimizan lo ocurrido y se refieren al comportamiento condenable del góber maloso como un “lamentable error”; porque después de condenar a Marín en su campaña presidencial, ahora Felipe Calderón ha procurado tomarse una foto con él; porque los policías, los jueces y los procuradores a lo largo del país rutinariamente violan los derechos humanos de los ciudadanos sin el menor reparo o el menor rubor, y porque no es fácil reunir la fuerza necesaria para acusar a los hombres ricos e influyentes. Esos que perciben al país como su feudo particular y lo tratan como tal. Esos demonios sueltos por el edén con sus dos botellas de cognac en la mano.
Y ¿qué decir ante su supervivencia? Que hay golpes en la vida, tan fuertes. Golpes como del odio de Dios, escribía César Vallejo; golpes como los que seis Ministros de la Suprema Corte acaban de propinarle al país. Heridas como la que el máximo tribunal acaba de infligirse a sí mismo al declarar que las violaciones a las garantías individuales de Lydia Cacho fueron inexistentes o poco graves; al sugerir que la última instancia a la que un ciudadano puede recurrir no funciona para él o para ella; al transformar el sufrimiento de niños y niñas víctimas de la pederastia en una anécdota más; al convertir su veredicto en confabulario de gobiernos corruptos, empresarios inmorales, criminales organizados. Y así como un agente judicial le dijo a Lydia Cacho durante su “secuestro legal”: “Qué derechos ni qué chingados”; la Suprema Corte acaba de decirle lo mismo a los habitantes del país. Ustedes y yo, desamparados por quienes deberían proteger nuestros derechos, pero han decidido que no les corresponde velar por ellos.
Sablazo que producen los seis magistrados que se vanaglorian de empatía y sensibilidad, pero en sus argumentos públicos no la demuestran. Ingenuos o cínicos cuando sugieren que su resolución no deriva en impunidad y que “otras instituciones” podría investigar el caso, a sabiendas de que llegó a sus recintos precisamente porque eso jamás iba a ocurrir. Contradictorios o deshonestos cuando desechan el caso, argumentando que la grabación telefónica entre Kamel Nacif y Mario Marín no tiene valor probatorio alguno, e ignoran la investigación exhaustiva de 1 251 páginas que confirma su contenido. Insensibles o autistas cuando optan por descartar los 377 expedientes relacionados con delitos sexuales cometidos contra menores. Cómplices involuntarios o activos cuando afirman actuar en función del “interés superior” y éste resulta coincidir con los intereses del gobernador y sus amigos. Representantes del peor tipo de paternalismo cuando declaran –en un comunicado lamentable– que sus sofisticadas decisiones no resultan de “fácil comprensión” para grupos muy numerosos de la sociedad.
Seis ministros acaban de destruir la magnífica ilusión –alimentada por su actuación ante la Ley Televisa– de que la Corte opera en un plano moral superior a la mayoría de los mexicanos y se aboca a defenderlos. ¿Cómo creer que han puesto “lo mejor de sí mismos para servir correctamente al país”?, si allí están las carcajadas del Ministro Ortiz Mayagoitia; las descalificaciones del Ministro Aguirre; los vaivenes argumentativos de Olga Sánchez Cordero; la relativización de la tortura avalada por Mariano Azuela porque el caso de Lydia Cacho no fue “excepcional” o “extraordinario”; el consenso de todos ellos en cuanto a que quizás hubo violaciones pero fueron menores, no graves, resarcibles, quizás indebidas pero no meritorias de la atención de la Corte. O como lo preguntó el Ministro Aguirre: “Si a miles de personas las torturan en este país ¿de qué se queja la señora?, ¿qué la hace diferente o más importante para distraer a la Corte-en un caso individual?”
Quizás sólo quede demostrada alguna vez la violación de garantías individuales en México cuando a la esposa de algún Ministro la trasladen sin el debido due process durante 23 horas de un estado a otro. Cuando a la madre de algún juez le digan que sólo le darán de comer si le hace sexo oral a los agentes judiciales que la han secuestrado. Cuando a la hermana de algún magistrado importante le metan una pistola a la boca y le susurren al oído “tan buena y tan pendeja; pa’ que te metes con el jefe... va a acabar contigo”. Cuando alguno de ellos –lamentablemente– sea víctima de un sistema judicial podrido y no antes. Sólo así.
Y bueno, la Suprema Corte se pega a sí misma, pero el peor golpe se lo da al país al demostrar cuán lejos está de ser un garante agresivo e independiente de los derechos constitucionales. ¡Cuán lejos se encuentra de entender el maltrato sistemático de millones de mexicanos vejados por el sistema judicial y aplastados por las alianzas inconfesables del sistema político! Así como Kamel Nacif llama “pinche vieja” a Lydia Cacho, la mayoría de la Suprema Corte acaba de llamarnos “pinches ciudadanos” a ustedes y a mi. Acaba de mandar el mensaje de que no la molestemos con asuntos tan poco importantes como la defensa de los derechos humanos, porque está demasiado ocupada validando los intereses de empresarios poderosos y sus aliados en otras ramas del gobierno.
Porque en este país –el país donde no pasa nada– no importa la protección de los derechos humanos irrestrictos sino la coyuntura política; la correlación de fuerzas en el Congreso; el calendario electoral; las negociaciones entre los partidos y sus objetivos de corto plazo; la relación entre el presidente y la oposición que busca acorralarlo; las conveniencias coyunturales de los actores involucrados. En un contexto así, la defensa de los derechos humanos se vuelve una variable dependiente, residual. No es un fin en sí mismo que se persigue en aras de fortalecer la democracia, sino una moneda de cambio usada por quienes no tienen empacho en corroerla. Hay demasiados intereses en juego, demasiados negocios qué cuidar, demasiados cotos que proteger.
Pero siempre se nos dice que ahora sí, la impunidad terminará; que en este sexenio, la Secretaría de la Función Pública –de verdad– actuará; que en el gobierno del “México ganador” –de verdad– los juicios políticos ocurrirán. Todos los esfuerzos se encaminan en esa dirección, afirman los vendedores de la inmunidad gubernamental. El gobierno de la República trabaja para ti –anuncian– mientras parece hacerlo siempre para ellos, los-mismos de siempre. Los López Portillo o los Salinas o los Cabal Peniche o los Madrazo o los Montiel o los Marín o los Ruiz o los Gamboa o los Kamel Nacif. Desde hace décadas, el gobierno como la explotación organizada, como la depredación institucionalizada. Así se vive la política en México. Así la aceptan sus habitantes. Así se vuelven cómplices de ella. Mexicanos convertidos en comparsas de una clase política que “sigue sirviéndose a sí misma”.
Emerson escribió que las instituciones son la sombra alargada de un solo hombre. De ser así, las instituciones confabuladas de México son el reflejo de sus habitantes; de aquellos estacionados cómodamente en el viejo orden de las cosas. Ciudadanos complacientes que contemplan a los violadores de derechos humanos, pero no está dispuestos a pelear para consignarlos. Ciudadanos imaginarios, atraídos por las imágenes de la Patria ennegrecida pero que no levantan un dedo para limpiarla. O exigir que quienes la gobiernan tengan un mínimo de decencia. O gritar que los mexicanos se merecen más que Mario Marín o sus facsimiliares a lo largo del país. Algo como lo que hizo Lydia Cacho cuando alzó la voz y comenzó a contagiar la valentía que siempre carga dentro. Nadie puede enorgullecerse del país que produjo su caso y –hasta la fecha– intenta ofuscarlo. El país de no pasa nada.
Quizás por ello en el libro Crónica de una infamia, Lydia Cacho escribe: “Mi país me da pena. Lloro por mí y por quienes tienen poder para cambiarlo pero eligen perpetuar el statu quo”. Y lloramos con Lydia –pero rehusamos rendirnos aunque seis magistrados de la Corte lo hayan hecho. Porque tiene razón: México es más que un puñado de gobernantes corruptos, de empresarios inmorales, de criminales organizados, de jueces autistas. México es el país de quienes luchan terca e incansablemente por devolverle un pedacito de su dignidad. Y aunque las instituciones mexicanas se rehúsen a asumir el papel que le corresponde ante esta causa común, hay muchos ciudadanos y defensores de los derechos humanos que comparten la convicción –junto con el ministro Juan Silva Meza– “de que en un Estado constitucional y democrático, la impunidad no tiene cabida”. A ellos aplaudimos hoy.
* Consejera de la CDHDF. Discurso pronunciado por la autora en la Conmemoración del Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 20
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